ENCOMIO A AVELLANEDA


En 1614, un personaje con el seudónimo de Alonso Fernández de Avellaneda publicó en Tarragona el “Segundo tomo del Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha”, una continuación apócrifa de la obra de Cervantes. Y no pasó nada. El Quijote de Avellaneda no fue la única imitación de la obra maestra cervantina, sino que durante los siglos XVII y XVIII muchos autores, algunos anónimos, escribieron nuevas aventuras para el caballero de la Mancha, incluso en francés. Avellaneda tiene un lugar preferente entre este grupo de impostores, pues consiguió algo fundamental para la historia de la literatura, que Cervantes escribiera la segunda parte del Quijote como reacción a la obra de Avellaneda. En efecto, el escritor más aclamado de nuestras letras no cogió ninguna pataleta, ni fue a reclamar al rey de turno la cabeza de Avellaneda, ni exigió un canon para poder vivir de las rentas de sus obras, sino que hizo lo que un escritor que se precie debe hacer, seguir escribiendo, ofrecer algo nuevo. Esto es así porque aunque nos sorprenda, en el siglo de oro de la literatura española, no existía el concepto de autoría. Era una época en la cual Lope no firmaba ni la mitad de sus comedias, Góngora no publicaba sus poemas, sino que estos circulaban entre aficionados mediante copias manuscritas; y nadie osaba a llamarles autores, porque los verdaderos autores (que proviene de autoridad) eran los escritores clásicos, greco-latinos, aquellos que habían inventado todo y a los que no hemos hecho otra cosa que reinventar una y otra vez. Si alguien se podía atribuir los derechos de las comedias de Lope, era el comitente, el que había puesto los cuartos y el único que legítimamente podía vivir de las rentas de la obra, el dramaturgo solo había hecho un trabajo por el cual ya había cobrado.


Con esto solo quiero exponer que aunque nos parezca increíble, el derecho de autor, no es un derecho obvio ni inmutable, sino un concepto inventado bastante recientemente. No quiero decir que los creadores no deban tener derechos sobre sus obras, pero ¿hasta que punto?, ¿no pertenece también la obra al público al que va dirigida?. No defiendo la piratería con ánimo de lucro, pero si la libre circulación de cultura de manera altruista, así como el derecho a la “cita”, o a la reutilización. ¿Por qué nos parece tan normal que podamos citar un texto en un libro y que sin embargo tengamos que pagar derechos por hacer una cita visual, es decir por incluir una imagen a la que el texto va referida?, ¿por qué nos parece tan obvio que un cantante cobre derechos por cada copia vendida de su disco y no lo haga el diseñador de la portada?, ¿tendría un arquitecto que cobrar derechos cada vez que su edificio es fotografiado?.


Un cambio tiene que llegar, pero la solución no es criminalizar a los usuarios, ni comprometer la libertad de Internet, sino ofrecer propuestas serias por parte de la industria, la cual está OBLIGADA a evolucionar. Llevo tiempo comprado libros en el extranjero a través de Internet, lo cual resulta vergonzoso. ¿Cómo es posible que en países con rentas mucho más altas podamos encontrar libros o películas infinitamente más asequibles que en nuestro país?, ¿De verdad esperan que sigamos pagando 25 euros por un libro cuando podemos importarlo vía Amazon por 8 o 10, gastos de envió incluidos?. La industria española tiene que dejar de llorar y crear alternativas viables y atractivas, no solo para ellos, también para el consumidor. El creador también tiene que replantear su papel en la sociedad, dejar de considerarse un ser privilegiado que vive de sus rentas y seguir creando cosas nuevas, originales e interesantes. Como dijo Roland Barthes: “la escritura es la destrucción de toda voz, de todo origen. La escritura es ese lugar neutro, compuesto, oblicuo, al que van a parar nuestro sujeto, el blanco-y-negro en donde acaba por perderse toda identidad, comenzando por la propia identidad del cuerpo que escribe. […] el nacimiento del lector se paga con la muerte del Autor”.

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